En México, durante el
Mundial del 86, Maradona me ganó una apuesta. Después de los
entrenamientos solíamos quedarnos, sentados en el suelo, a hablar un
poco para pasar el tiempo que durante las concentraciones no pasa nunca.
Las charlas no tenían nada de extraordinario salvo la presencia de
Diego que, como siempre, acaparaba el asombro de todos. Una de esas
mañanas el mismo Diego se quedó mirando lánguidamente a los periodistas
que nos esperaban (sobre todo a él) y dijo con desgana:
– Míralos.
– Son todos tuyos, te adoran -le contesté por decir algo.
– A ninguno le gusta el fútbol -siguió.
Para alentar la conversación elegí el otro lado del ring:
– Mentira, podemos discutir si saben o no, pero gustar les gusta a todos.
– ¿Qué nos jugamos a que no?
– ¿Y cómo hacemos para saberlo?
Imaginó un método que
me llamó la atención por su originalidad y creí aceptable de manera casi
científica. Se trataba de hacer caer un balón en medio del enjambre
periodístico. Si lo devolvían con el pie, ganaba yo; si lo devolvían con
la mano, ganaba él. Acepté la apuesta.
Diego se levantó
despacio, agarró un balón y con esa precisión exagerada que tiene la
depositó en medio del grupo en cuestión. Hubo un alboroto como del
hormiguero pateado, un forcejeo del que sacó ventaja el más decidido y
después de dar dos o tres pasos rapiditos para dejar claro quién había
ganado el pleito, nos devolvió el balón con las dos manos, haciendo una
especie de saque de banda.
Me defendí como pude:
– Pobre tipo, le dio vergüenza alcanzarla con el pie por ser vos Maradona.
Pero Diego también tenía respuesta para eso:
– Si yo estoy en una
fiesta en casa del presidente de la nación con un esmoquin y me llega
una pelota embarrada, la paro con el pecho y la devuelvo como Dios
manda.
Extraído de El miedo escénico y otras hierbas, de Jorge Valdano, está publicado por Punto de Lectura (2002).